La vida en viñetas
Más allá de la simplista reducción del cómic con las líneas de superhéroes o manga juvenil, existe una tendencia creciente de la nueva generación de autores de cómic independiente norteamericano, de usar explícitamente sus propias vivencias como material narrativo en sus obras más ambiciosas hasta el momento. Todo un mundo por descubrir para el lector aficionado a la literatura en general.
Maus de Art Spiegelman, ganadora del Premio Pulitzer en 1992, ha debido ser la lectura de cabecera de muchos de los miembros de la nueva generación de autores norteamericanos, muchos de ellos con apenas treinta años. Ya sea por filiación o reacción, tal como aplica estos conceptos Harold Bloom a los poetas en su La agonía de las influencias, las posibilidades narrativas y expresivas que el discurso del yo ofrece al floreciente género de la novela gráfica, parece haber hecho mella en estos nuevos autores. Joe Matt, Craig Thompson, Seth, Chester Brown, Jeffrey Brown y Paul Hornschemeier son buenos ejemplos de esta tendencia.
Joe Matt, joven autor canadiense, nos presenta en su obra un yo desnudo de su condición precaria de autor joven, que intenta abrirse camino en un mundo minoritario y de su escaso éxito con las mujeres. Esto último acaba por convertirse en una obsesión. El retrato del yo no es amable y a veces resulta impúdico. Matt nos muestra la compulsividad de su onanismo y afición a las películas pornográficas. El lector no puede evitar preguntarse si Matt está realizando en Pobre cabrón una autoparodia tremendista o un grito desesperado y catártico. Hay quien ve en la obra de este joven autor reminiscencias del consagrado Robert Crumb, quien también desnuda impúdicamente parte de su alma en una obra de alto contenido autobiográfico.
Las complejidades del amor y de las relaciones de pareja son la materia prima con la que trabajan Chester Brown (Nunca me has gustado) y Jeffrey Brown (Torpe o Inverosímil). En el caso de Chester Brown, el yo que se mueve en un marco descontextualizado interactuando sólo con un “ella”, fundamentalmente en forma dialogal, es un yo diminuto. Poco sabemos de la tríada personaje - narrador – autor, excepto que el amor es un lugar de silencios, dudas, renuncias, en el que el yo mantiene un diálogo paradójicamente silencioso con sí mismo, por la incapacidad de comunicarse exitosamente con el otro. El ser deseado, inquietante por el desconocimiento profundo, es un misterio insondable que se convierte justamente por esto en objeto de deseo de posesión espiritual más allá del deseo carnal, y en una fuente de sufrimiento para quien desea.
Seth, amigo íntimo y compañero de fatigas de los dos autores anteriores, nos propone un discurso del yo de carácter egocéntrico en el que apenas hay espacio para el otro y en el que se realiza un homenaje a los autores que han dejado huella en el universo creativo del autor. En La vida es buena, si no te rindes, Seth utiliza el subgénero de la novela de detectives para descubrir qué es lo que hay en él, en tanto que yo soy el centro de todos mis problemas, que le impide tener relaciones interpersonales satisfactorias e investiga la trayectoria artística y vital de un misterioso dibujante de humor gráfico, del que solo conoce una ilustración publicada en la prestigiosa The New Yorker. Apología de la permanencia, La vida es buena si no te rindes, es un intento velado de recordar a los autores de la época dorada del humor gráfico de los años 40 en los EE.UU., por un autor muy influido por el grafismo y plasticidad del cómic europeo.
Reflexión aparte merece la extensa y galardonada Blankets del hasta el momento prolífico y galardonado Craig Thompson. Obra de reconciliación con un pasado claustrofóbico y dramático, el discurso tiene un halo intensamente intimista. Thompson nos habla del dolor y la incomprensión, de las dudas y luchas internas y de sentirse completamente aislado del entorno, porque se es incapaz de comunicarse y de abrir el interior a los demás. Podríamos considerarla una obra autoterapéutica en la que Thompson reflexiona sobre sí mismo para sí mismo, a la vez que una despedida sin rencor de ese pasado que ha contribuido a convertirlo en la persona que es. El carácter redentor de Blankets nos conduce a preguntarnos por los límites de la literatura como terapia psicológica. Es frecuente el uso de la literatura como herramienta analítica que permite al autor conocerse mejor a sí mismo a través de la introspección. Sin embargo, una paradoja yace en el hecho de caer en el ensimismamiento para intentar salvarse del sufrimiento interno. Mención puntual cabe a la presencia constante de la nieve en la obra no sólo como elemento que favorece la localización geográfica y evocación de un recuerdo emocionalmente significativo de la infancia, sino que también contribuye a recrear una atmósfera de pureza, aislamiento y melancolía que lo acerca a las poesías, también intimistas y desoladas, del norteamericano Robert Frost.
De todos es sabido que frecuentemente la literatura es un instrumento para que los autores hablen o indaguen sobre sí mismos, en un intento de poner orden en el caos que caracteriza la peripecia vital. No siempre se lleva a cabo de una manera explícita como en los casos anteriores, pero resulta evidente el poso autobiográfico y la voluntad ordenadora de la obra de otros jóvenes autores como Adrian Tomine, Jessica Abel y Paul Hornschemeier. Los dos primeros se sirven del relato breve con la anécdota como punto de partida argumental, siguiendo muy de cerca las estrategias narrativas de Raymond Carver o John Cheever. En el caso de Adrian Tomine podríamos aplicar la conocida teoría del iceberg de Hemingway como estructura narrativa. En efecto, en Rubia de verano y Sonámbulo y otras historias las tramas, si así pueden denominarse, son flashes poco descriptivos, pero evocativos de frustraciones internas arrastradas por los protagonistas, renuncias, anhelos, miedos y esperanzas, que sólo se pueden leer entrelíneas.
Jessica Abel es una de las pocas mujeres autoras del género que está empezando a tener un reconocimiento internacional merecido. Artbabe tiene ciertos puntos de conexión con la obra de Tomine, pero tamizada por la condición femenina de sus protagonistas. No tenemos pruebas de que éstas hayan sido construidas a partir de las vivencias personales, aunque sí es evidente la posibilidad de una extrapolación de carácter generacional. Hasta el momento la novela gráfica protagonizada por mujeres más representativa ha sido Gosht world de Daniel Clowes, adaptada cinematográficamente por Terry Zwigoff. Artbabe, inédito en España, tiene muchas probabilidades de erigirse como relevo de Clowes por la complejidad y sutileza del relato y la caracterización de los personajes, completamente normales aunque no anodinos, que se oponen a las caracterizaciones excéntricas y más que ligeramente esperpénticas de los personajes de Clowes. El tiempo lo dirá.
Maus de Art Spiegelman, ganadora del Premio Pulitzer en 1992, ha debido ser la lectura de cabecera de muchos de los miembros de la nueva generación de autores norteamericanos, muchos de ellos con apenas treinta años. Ya sea por filiación o reacción, tal como aplica estos conceptos Harold Bloom a los poetas en su La agonía de las influencias, las posibilidades narrativas y expresivas que el discurso del yo ofrece al floreciente género de la novela gráfica, parece haber hecho mella en estos nuevos autores. Joe Matt, Craig Thompson, Seth, Chester Brown, Jeffrey Brown y Paul Hornschemeier son buenos ejemplos de esta tendencia.
Joe Matt, joven autor canadiense, nos presenta en su obra un yo desnudo de su condición precaria de autor joven, que intenta abrirse camino en un mundo minoritario y de su escaso éxito con las mujeres. Esto último acaba por convertirse en una obsesión. El retrato del yo no es amable y a veces resulta impúdico. Matt nos muestra la compulsividad de su onanismo y afición a las películas pornográficas. El lector no puede evitar preguntarse si Matt está realizando en Pobre cabrón una autoparodia tremendista o un grito desesperado y catártico. Hay quien ve en la obra de este joven autor reminiscencias del consagrado Robert Crumb, quien también desnuda impúdicamente parte de su alma en una obra de alto contenido autobiográfico.
Las complejidades del amor y de las relaciones de pareja son la materia prima con la que trabajan Chester Brown (Nunca me has gustado) y Jeffrey Brown (Torpe o Inverosímil). En el caso de Chester Brown, el yo que se mueve en un marco descontextualizado interactuando sólo con un “ella”, fundamentalmente en forma dialogal, es un yo diminuto. Poco sabemos de la tríada personaje - narrador – autor, excepto que el amor es un lugar de silencios, dudas, renuncias, en el que el yo mantiene un diálogo paradójicamente silencioso con sí mismo, por la incapacidad de comunicarse exitosamente con el otro. El ser deseado, inquietante por el desconocimiento profundo, es un misterio insondable que se convierte justamente por esto en objeto de deseo de posesión espiritual más allá del deseo carnal, y en una fuente de sufrimiento para quien desea.
Seth, amigo íntimo y compañero de fatigas de los dos autores anteriores, nos propone un discurso del yo de carácter egocéntrico en el que apenas hay espacio para el otro y en el que se realiza un homenaje a los autores que han dejado huella en el universo creativo del autor. En La vida es buena, si no te rindes, Seth utiliza el subgénero de la novela de detectives para descubrir qué es lo que hay en él, en tanto que yo soy el centro de todos mis problemas, que le impide tener relaciones interpersonales satisfactorias e investiga la trayectoria artística y vital de un misterioso dibujante de humor gráfico, del que solo conoce una ilustración publicada en la prestigiosa The New Yorker. Apología de la permanencia, La vida es buena si no te rindes, es un intento velado de recordar a los autores de la época dorada del humor gráfico de los años 40 en los EE.UU., por un autor muy influido por el grafismo y plasticidad del cómic europeo.
Reflexión aparte merece la extensa y galardonada Blankets del hasta el momento prolífico y galardonado Craig Thompson. Obra de reconciliación con un pasado claustrofóbico y dramático, el discurso tiene un halo intensamente intimista. Thompson nos habla del dolor y la incomprensión, de las dudas y luchas internas y de sentirse completamente aislado del entorno, porque se es incapaz de comunicarse y de abrir el interior a los demás. Podríamos considerarla una obra autoterapéutica en la que Thompson reflexiona sobre sí mismo para sí mismo, a la vez que una despedida sin rencor de ese pasado que ha contribuido a convertirlo en la persona que es. El carácter redentor de Blankets nos conduce a preguntarnos por los límites de la literatura como terapia psicológica. Es frecuente el uso de la literatura como herramienta analítica que permite al autor conocerse mejor a sí mismo a través de la introspección. Sin embargo, una paradoja yace en el hecho de caer en el ensimismamiento para intentar salvarse del sufrimiento interno. Mención puntual cabe a la presencia constante de la nieve en la obra no sólo como elemento que favorece la localización geográfica y evocación de un recuerdo emocionalmente significativo de la infancia, sino que también contribuye a recrear una atmósfera de pureza, aislamiento y melancolía que lo acerca a las poesías, también intimistas y desoladas, del norteamericano Robert Frost.
De todos es sabido que frecuentemente la literatura es un instrumento para que los autores hablen o indaguen sobre sí mismos, en un intento de poner orden en el caos que caracteriza la peripecia vital. No siempre se lleva a cabo de una manera explícita como en los casos anteriores, pero resulta evidente el poso autobiográfico y la voluntad ordenadora de la obra de otros jóvenes autores como Adrian Tomine, Jessica Abel y Paul Hornschemeier. Los dos primeros se sirven del relato breve con la anécdota como punto de partida argumental, siguiendo muy de cerca las estrategias narrativas de Raymond Carver o John Cheever. En el caso de Adrian Tomine podríamos aplicar la conocida teoría del iceberg de Hemingway como estructura narrativa. En efecto, en Rubia de verano y Sonámbulo y otras historias las tramas, si así pueden denominarse, son flashes poco descriptivos, pero evocativos de frustraciones internas arrastradas por los protagonistas, renuncias, anhelos, miedos y esperanzas, que sólo se pueden leer entrelíneas.
Jessica Abel es una de las pocas mujeres autoras del género que está empezando a tener un reconocimiento internacional merecido. Artbabe tiene ciertos puntos de conexión con la obra de Tomine, pero tamizada por la condición femenina de sus protagonistas. No tenemos pruebas de que éstas hayan sido construidas a partir de las vivencias personales, aunque sí es evidente la posibilidad de una extrapolación de carácter generacional. Hasta el momento la novela gráfica protagonizada por mujeres más representativa ha sido Gosht world de Daniel Clowes, adaptada cinematográficamente por Terry Zwigoff. Artbabe, inédito en España, tiene muchas probabilidades de erigirse como relevo de Clowes por la complejidad y sutileza del relato y la caracterización de los personajes, completamente normales aunque no anodinos, que se oponen a las caracterizaciones excéntricas y más que ligeramente esperpénticas de los personajes de Clowes. El tiempo lo dirá.
Tanto si es total o parcialmente autobiográfica, la desgarradora Madre, vuelve a casa de Paul Hornschemeier tiene la capacidad de narrar y sugerir a través de imágenes, puesto que las palabras son escasas, emociones y carencias difícilmente descriptibles con palabras. Hornschemeier consigue ese estado de gracia en que las imágenes transportan al lector al interior de los personajes sin necesidad de otro intermediario. El protagonista, un niño, tiene que afrontar en soledad la muerte de su madre mientras observa como su padre se sumerge progresivamente en la depresión hasta hundirse en la demencia absoluta. Quizá el final de la obra peque de tremendismo o simplemente el lector se niegue a aceptarlo.
Sin embargo, es obvio que todos estos autores ya no buscan fuera de ellos mismos para construir historias ni sus personajes son héroes que pretenden salvar el mundo. Los héroes son ellos, a la par que supervivientes, porque la vida es tan complicada que no necesitan seres fantásticos para narrar la aventura del día a día.
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